Hay que defender la vida en todas sus encrucijadas. Defenderla con criterio y coherencia. Defender la vida en germen que empieza a desplegarse. La vida de quien, en los márgenes, busca dignidad. La vida amenazada por la violencia, el odio o el egoísmo. La vida atacada desde prejuicios y etiquetas. La vida herida de quien se ve en situaciones desesperadas. La vida terminal que necesita recobrar motivos. Defenderla poniéndola en valor. Mostrando que hay que cuidarla.
Defenderla que es hacerla posible, pero también hacerla digna. Porque no basta con existir, sino que hay que ayudar a que esa existencia sea plena, sea amada, sea reflejo de la plenitud a la que estamos llamados.
Defender la vida es amar. De poco sirve forzar a otros a tomar decisiones si no hay compromiso con esos otros para hacerlas posibles. Defender la vida, no de la muerte última, que ha de llegar al final y desde la fe es antesala de otra plenitud; sino de las muertes prematuras que nacen del egoísmo, de la indiferencia, de la soledad, de la desesperación, de la injusticia, de la guerra…
Esto no debería ser la lucha de unas personas contra otras. Es una lucha de la humanidad por su plenitud.